La escritura debería ser un acto consciente en el que el intelecto y el corazón libren batallas para ganarse el alma de los lectores con argumentos serios y cimentados razonamientos éticos. Que las ideas llegaran a colonizar un espacio en la mente de quienes se toman el trabajo de descifrar los códigos que marcan esa inmensidad en blanco que brinda una hoja física o electrónica y les conmovieran. Que se involucraran en este proceso de seducción instintos y sensaciones, el frenesí del argumento expuesto y la aceptación, casi visceral, del mismo.
Pero esta es una concepción utópica respecto a las evidencias compiladas por más de cinco mil años de acontecimientos, que nos muestran a los humanos como una especie que incorpora creencias gracias a los referentes que adopta y cuando abraza el cliché como una patente de corso ligada al prejuicio y el morbo. No parece bastarnos el argumento, también la forma hace la diferencia cuando de generar un preconcepto se trata.
Los adolescentes que leen, y los que no lo hacen, han amado desde hace siglos la mitología del escritor maldito que, a punta de obsesiones, aventuras en la marginalidad, opio y abscenta -el diablo verde-; escribe acerca de lo divino y lo humano como un poseso, ya que el principio heroico que defiende es aquel que reza: “¡La obra lo es todo…! ¡La obra por encima de todo!”
Este personaje ama con desvergüenza y por igual, a prostitutas y “castísimas” herederas al trono; mancilla los principios morales jurando amores que de ninguna manera estará dispuesto a honrar; enfrenta al establecimiento con una suerte de promesa vacía: si no muere en su intento por destruirlo, volverá de la batalla como el más fiel de sus representantes cuando logre el éxito editorial. Pasará de intentar destruir el sistema y morir en pobreza vergonzante, a ser un buen burgués panzón que por motivos mercantiles le dirá a la gleba lo que quiere escuchar. Es consciente que, manteniendo una mentira, a quien idolatrará el pueblo por siglos no será al grisáceo burgués panzón sino al mártir.
Los mayores, aquellos que consumen sus restos en bibliotecas y librerías, le apuntan, regularmente, al personaje erudito, al asceta y profeta. Ese gurú con infinitas horas de lectura que terminará por ser un maestro de vida, obra y escasos milagros; una “mamasanta,” que opina acerca de cuestiones del estado, la teología o la minería en los cometas, con el mismo señorío con el que exige, sin hacerlo directamente, ser tratado con la dignidad de “maestro.”
En esta oportunidad, traemos a un Escritor Rebelde, que ha sido víctima de esta tendencia humana de categorizar y crear leyendas que no hacen honor a la excelencia de su poesía, de su escritura y genio creador; a la explosión de sus temáticas, al olor de dignidad con la cual describe pensamientos que parecen ser elegías a esa muerte amada y odiada que expresa a través del ars poética que lo enfoca para ser orgánico y orgiástico, una pléyade de sensaciones que ebullen y comienzan el camino descendente hacia el silencio -el paraíso- y ese ostracismo que parece ser la dura condena para quienes creen en la libertad.
Dylan Thomas, es nuestro escritor rebelde de otros tiempos. Nació en Swansea, Gales, en octubre de 1914. Según sus biógrafos, la constante existencial que lo movió fue la obsesión por ser percibido como un personaje con todas las caretas enfiladas hacia la iconoclastia, como un autor contracorriente, suicida, loco y fatalista. Y así fue hasta que se despidió de este plano a los 39 años. Hoy, aún, la imagen prevalece dentro de los nubarrones del tiempo perdido.
Muchos artistas valoraron su escritura y rinden tributo de honor a su legado. Tanta es la devoción que genera, que un filibustero, escritor de letras y música, un hombre contradictorio que recibió a regañadientes el Premio Nobel de Literatura en 2016, el excéntrico Robert Allen Zimmerman, al inicio de su carrera cambió la forma en que quiso ser llamado por su palpitantes e incipientes seguidores y se renombró Bob Dylan, porque reconocía en el poeta galés a un referente. Lo mismo pasó con figurones del rock y la contracultura de los años 60 y 70 como John Lennon y Mick Jagger. En Colombia, el poeta de poetas, el gran vate de Cereté, Don Raúl Gómez Jattin, expresó su admiración por Thomas. Se identificaba con los encierros, el exceso vital, las torturas en las clínicas de insania mental, con el dolor y la pena. El sufrimiento hermana a los demonios, así lo manifestaba, así lo entendí, en el poema de Thomas “Amor en el manicomio”:
“Y tomado por la luz de sus brazos, al fin, mi Dios, al fin
puedo yo de verdad
soportar la primera visión que incendia las estrellas.”
Bohemia, desesperación, sensualidad, empatía, carisma: así definieron, quienes lo conocieron, los rasgos más elocuentes de su personalidad. También destacan su propensión a los excesos de la fiesta, su paso por la miseria y las decenas de resurrecciones que lo llevaban del reino de Hades hasta jardín del Edén en cuestión de días. El clásico hombre de letras atravesado por los deseos de sus ángeles caídos que nunca llegaron a los tobillos de su talento artístico. Ese era el creador Thomas: un dios pequeño sin estrella para administrarse, un Escritor Rebelde cuyas letras y leyendas forjaron legados populares que trascendieron la literatura, pasaron por la música, la pintura y terminaron estrellándose en ese espacio humano llamado idolatría.
Lo triste de inventarse un personaje es terminar creyéndoselo al final del día. Lo catastrófico de involucrar los gustos con la vocación es que la obra se vea identificada con las debilidades del creador y no con su esencia. Lo claro es que la vibración de las copas cuando chocan, se pierde en la densidad de lo infinito. Cae la tarde de las eras y queda la cruda verdad: los pensamientos trascienden la corruptibilidad de la existencia.
Dejo tres poemas de este brillante creador para que saquen sus conclusiones:
QUIÉN ERES TÚ
Quién
eres tú
tú que naces
en el cuarto vecino
tan patente en mi cuarto
que alcanzo a oír el vientre
cuando se abre y la sombra que avanza
sobre el fantasma y el hijo que desciende
tras la pared delgada como un hueso de jilguero
en el cuarto sangrante del nacimiento oculto
para el incendio y el girar del tiempo
la huella del corazón humano
no venera el bautismo
sino la sola sombra
cuando bendice
a la salvaje
criatura
EN MI OFICIO U HOSCO ARTE
En mi oficio u hosco arte
ejercido en la noche en calma
cuando sólo rabia la luna
y los amantes descansan
con sus penas en los brazos,
trabajo a la luz cantora
no por ambición ni pan
lucimiento o simpatías
en los escenarios de marfil
DE LOS SUSPIROS ALGO NACE…
De los suspiros algo nace
que no es la pena, porque la he abatido
antes de la agonía; el espíritu crece
olvida y llora:
algo nace, se prueba y sabe bueno,
todo no podía ser desilusión:
tiene que haber, Dios sea loado, una certeza,
si no de bien amar, al menos de no amar,
y esto es verdadero luego de la derrota permanente.
Después de esa lucha que los más débiles conocen.
hay algo más que muerte;
olvida los grandes sufrimientos o seca las heridas,
él sufrirá por mucho tiempo
porque no se arrepiente de abandonar una mujer que espera
por su soldado sucio con saliva de palabras
que derraman una sangre tan ácida.
Si eso bastase, bastaría para calmar el sufrimiento,
arrepentirse cuando se ha consumido
el gozo que en el sol me hizo feliz,
qué feliz fui mientras duró el gozar,
si bastara la vaguedad y las mentiras dulces fueran suficiente,
las frases huecas podrían soportar todo el sufrimiento y curarme de males.
Si eso bastase: hueso, sangre y nervio,
la mente retorcida, el lomo claramente formado, que busca a tientas la sustancia bajo el plato del perro,
el hombre debería curarse de su mal.
Pues todo lo que existe para dar yo lo ofrezco:
unas migas, un granero y un cabestro.
sino por el común salario
de su recóndito corazón.
No para los soberbios aparte
de la rabiosa luna escribo
en estas páginas rociadas
por las espumas del mar
ni para los encumbrados muertos
con sus ruiseñores y salmos
sino para los amantes, sus brazos
abarcando las penas de los siglos,
que no elogian ni pagan ni
hacen caso de mi oficio o arte.
AUTOR: FLORENTINO BORRAS (COLOMBIA)
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Florentino Borrás: Charalá, Santander. 1956. Al igual que sus antepasados, Florentino cree en la libertad, en que los derechos no se piden sino que se reclaman, y su accionar es fiel a esa manera de pensar. Poeta con amplio trasegar que ha publicado tres libros: El origen del comunero (1986), Señora Berenice: amor sin narcisismo (1996) y Rumores de campesinos (2017). No cree en la propiedad y su frase fundamental es: «si le gusta, llévelo», cuando alguien le pide recitar un verso.