EL MUSTANG RANCH
Por: Javier Barrera Lugo
“El hombre más fuerte del mundo es el que está más solo”.
-Henrik Ibsen-
Una tarde, veintidós años antes, en una esquina de Parque Patricios, barrio tradicional de Buenos Aires, el pequeño Óscar prometió a varios amiguitos que su nombre iba a sonar mucho, no sólo en Argentina sino en todo el mundo. Aquella madrugada del 22 de mayo del 76, su deseo se volvió una pesadilla que le cerró la boca a un lagarto –la fantasía- cuya esencia lanzaba mordiscos envenenados al anonimato.
En Reno, Nevada, a las 6:15 horas todas las verdades se confirmaron. Los protagonistas de esta historia que empieza a tomar cuerpo, se vieron la cara en un espejo sucio y no les gustó lo que aquel trozo de vidrio y nitrato de plata les devolvió como respuesta.
Un certero disparo de Remington 30-06, fusil de caza,le destrozó el corazón. Óscar Natalio “Ringo” Bonavena, el peso pesado que puso a sufrir a Ali, más de la cuenta en el Madison, seis años antes cuando se enfrentaron, el que le dijo Clay, el apellido de su amo al vanidoso Mohamed y cagón por no haber ido a Vietnam a pelear por su país, el hombre que les quitó lustre a Joe Frazier y a Floyd Patterson en combates memorables, caía muerto frente al Mustang Ranch, el prostíbulo de lujo más afamado de Reno. Ross Brymer, el asesino, con inusitada sangre fría, descansó el peso del fusil sobre su cadera mientras presenciaba como algunos curiosos se acercaban a ver el cadáver de un tipo grande tendido en el pavimento.
Sobrepasando los límites del ridículo, el juez estatal catalogó como homicidio involuntario el crimen. Según quedó consignado en la sentencia, Brymer, actuó en defensa propia. Bonavena tenía un revólver guardado en la bota izquierda, acto inaudito en un hombre que era zurdo e intentó sacar cuando los porteros del Mustang Ranch le negaron la entrada al establecimiento. El asesino tomó el arma e hizo un “disparo de advertencia”, con tan “mala fortuna” que el mismo impactó al boxeador en el pecho y produjo su muerte instantánea. La justicia, como casi siempre sucede, se quedó guardada en la gaveta atestada de un burócrata obsesionado con mantenerse atado a su silla.
“Ringo” Bonavena, era uno de esos tipos que no resisten pasar desapercibidos. Se coronó campeón nacional amateur de los pesos pesados en 1.959 con diecisiete años, en su natal Buenos Aires. Logrado el primer objetivo, entendió que ser rey en una colmena pequeña no tenía brillo, carecía de gracia, así que se puso como meta librar batallas grandes en el norte de América. Llegó a los Estados Unidos con todo el miedo y las ganas pegadas a las venas. Tras varios contactos y meses de física necesidad, debutó profesionalmente con victoria ante el gringo Luo Hicks en el Madison Square Garden, cuna de las leyendas de un espectáculo cruel lleno de belleza en el que honor y hambre estarán mordiéndose la cola por los siglos.
Púgiles con o sin nivel empezaron a aparecérsele en el ascenso. Combates en Nueva York y Queens, le permitieron demostrar que con siete victorias por nocaut y una decisión unánime, raza de guerrero le sobraba; que lo suyo serían los cierres de velada pulverizando titanes a golpes y no las aperturas cuando los espectadores apenas comienzan a embriagarse. Zora Folley, un negro de Texas, lo sacó del Olimpo con una pelea inteligente que le ganó por decisión. Óscar tuvo que revaluar las cosas, probarse en otro lugar del mundo que era bueno en lo único que sabía hacer. El tiempo dio la revancha y le ganó sin atenuantes al buen Zora en Buenos Aires en 1.968.
Trece peleas en el Luna Park, el Bristol de Mar del Plata y en otros puntos turísticos de su tierra ayudaron a remendarle la confianza. En el futuro aparecerían Ali, Frazier, Patterson, Chuvalo el croata-canadiense que se retiró invicto. Otros grandes atletas de postín asomaron compartiendo cartel con él. Los encuentros y las bolsas mejoraron, cientos de luces estuvieron por fin sobre su cabeza, empezaba a cumplirse la promesa que se hizo de niño, los anhelos eran realidades; pero si de algo están hechas las historias del boxeo es de escasos soles y miles de nubarrones. Su empresario, meses después, vendió el contrato de representación a un siniestro personaje. Joe Conforte, un reconocido hombre de negocios, mafioso, estafador y dueño del Mustang Ranch, aparece en escena. Todo queda consumado para “Ringo”.
Conforte tiene problemas con la justicia, por lo cual el testaferro natural de su fortuna es su esposa Sally, quien no sólo se encarga de los negocios sucios de la familia, sino que asume como mandamiento el manejo de la carrera de “Ringo”. El dinero empieza a fluir, luchas con peleadores regulares, malos y muy malos, cubren al protagonista con un halo de forzada visibilidad. Rumores apuntan a que Óscar y Sally, una venerable anciana de sesenta y cinco años, sostienen una relación que trasciende el ámbito comercial. El gladiador entra como “Pedro por su casa” al prostíbulo que regenta el marido de su amante y se jacta de ser el nuevo dueño, habla de “mi local” cuando no pasa de ser un invitado a la fuerza. Conforte, el siciliano, se llena de pánico. La mujer no le interesa, él posee un burdel apadrinado por la camorra en donde se sacia con la hembra que quiera, el problema es que la señora lo tiene atrapado, el día menos pensado lo deja en la calle. Fumando su habano cavila estrategias para que eso no ocurra.
Brymer, perro de presa leal que tiene Conforte en su nómina, el matón con un ojo de vidrio como seña particular, origina una pelea en el Mustang Ranch y “Ringo” entra en ella como lo haría una oveja estúpida en el cubil de una fiera del bosque. Noquea a su agresor y este lo sentencia: no permitirá su entrada al prostíbulo. Sabe que Óscar salvaguarda los intereses de Sally y volverá, lo tiene donde quiere, el gaucho no es un tipo de rendiciones gratuitas. La trampa y el escenario quedan listos y los protagonistas tienen argumentos para hacer exitosa la tragedia. Días después de la riña los hombres de confianza del mafioso entran al tráiler donde vive “Ringo” mientras este entrena, queman sus documentos y dejan en el ambiente una sensación de inseguridad que cierra el círculo de este relato.
Sally, temiendo por la seguridad de su nuevo hombre, le entrega un revólver corto calibre 38 para que se proteja. “Ringo” jamás ha disparado, pero lo recibe para dejarla tranquila. El cuello de su bota de vaquero izquierda sirve como funda para su juguete. Todo se vuelve caos, confusión que hiela la sangre. La pareja viaja a San Francisco, California, para que Óscar saque una copia del pasaporte en el consulado y viaje a Argentina. Tienen que afrontar el recorrido escoltados por oficiales de policía quienes se toman en serio lo de las amenazas que horas antes han recibido a través de llamadas telefónicas.
La cosa se pone fea y la única alternativa que tienen es dejar que se calme la marea. Su amada promotora jura buscarle una pelea con buen botín para cuando vuelva, lo motiva con mentiras: “¿Quieres a Ali o a Frazier otra vez?”, le pregunta y “Ringo” contesta que cualquier rival es bueno, se siente la estrella y ve a sus contrincantes como enanos que matizan el cuadro. Su mirada se proyecta hasta el centro del universo que son sus ganas de ser la atracción en la próxima cruzada.
El maldito ego hace su parte de manera magistral. No hay cabos sueltos…
El sábado 22 de mayo de 1.976 a las seis de la mañana, Óscar Natalio “Ringo” Bonavena aparece en el Mustang Ranch y trata de entrar. Hasta hoy nadie sabe por qué comete tamaña idiotez. Varios guardias del lugar se lo impiden y lo llevan a empellones hasta su Montecarlo color marrón. No permite que ningún individuo se interponga en su camino. Se devuelve hasta la puerta de lupanar y continúa con los insultos. Grita como si de un poseso se tratara, exige hablar con Brymer o con Joe. Nadie le hace caso.
Termina por calmarse, recoge sus pasos, los pasados, los futuros, los que ya no podrá dar. Se imagina derrotando a Mohamed Ali en su próximo combate, vive con anticipación el movimiento en las calles de Parque Patricios llenas de vecinos y compatriotas coreando su nombre y dándole las gracias por poner a un barrio emblemático ante los ojos del mundo sólo por ganarle al campeón de todos los tiempos. La naturaleza del soñador es inagotable. Mientras, en el techo del Mustang Ranch, Ross Brymer, el hombre de la prótesis ocular, la bestia, apunta a un objetivo limpio.
Cien mil personas acompañan los restos de “Ringo” hasta La Chacarita, el cementerio más famoso de Suramérica. En el ambiente hay orgullo, pasión, tristeza, un bobalicón sentido de grandeza nacional. Así son los argentinos. En una de las esquinas de Newbery, un grupo de niños que ya no lo son, se acuerdan del chico grande y de sonrisa fácil que alguna vez les prometió que su nombre iba a sonar duro no sólo en Argentina sino en todo el mundo. “Lo cumplió a su manera”, dice alguno en medio de lágrimas.
AUTOR: JAVIER BARRERA LUGO (COLOMBIA)
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Javier Barrera Lugo, nació en Bogotá (Colombia). Editor General de Escritores Rebeldes. Siempre buscando el final de la línea del horizonte que forma la mar océana. Escribidor de oficio y corazón, admirador de los cronistas de indias que describieron a través de letras la fantasmagoría de un continente, que hasta hoy, es un complejo enigma. Editor del blog Idiota Inútil, autor de cuentos, poesía, ensayo que defiende la autenticidad y el silencio.