LIMPIEZA
Por: Florentino Borrás
«Rituales de vida que desmitifican la muerte a cinco años de una quimera perfecta. El fuego purifica las almas de los soñadores»
En el Japón antiguo los hombres se discriminaban entre quienes eran capaces de hacer cualquier cosa por honor, sus seguidores honestos y aquellos que bajaban la mirada mostrándose dóciles ante los primeros, sólo para traicionarlos al final y dominar con mano de hierro a los segundos. Una sociedad con milenios de tradición premió la valentía y condenó con vehemencia el apocamiento de quienes pisaron aquella tierra emparentada con el sol. Héroes que trascendieron el tiempo, escorias olvidadas apenas dejaron de respirar, gregarios en el medio; ese fue el contexto en que una sociedad tasó la fortaleza de las voluntades.
Dentro de las actitudes loables que terminaban premiadas con la admiración de los semejantes (en rango o nivel social), el decoro tenía un peso considerable. No se limitaba a ser una forma de refinamiento, era la vida sin arandelas, existir como individuos honestos o morir si el ideal de excelencia no se lograba. La pusilanimidad era opción para las almas que dejaban de sentir la decencia como el más trascendental de los dones otorgados a la humanidad. Mente, cuerpo, voluntad y miedos, todo era susceptible de ser higienizado, mejorado para gloria del nombre que una comunidad honraría por siglos.
La limpieza como acción servía para exorcizar llantos infantiles en quienes tentaban las armas por primera vez, era el artificio que dopaba pieles desollada por el horror patente en el rostro duro y el alma blindada del enemigo. En esos tiempos de señores feudales y clanes que se dividían las extensiones de las islas, Hokkaido, Honshu, Shikoku, Kiusho y la lejana Okinawa, tierras a las que los campesinos se les sacaban los frutos con las uñas curtidas, los ritos de purificación lograban amalgamar sensaciones elementales con altos grados de conciencia.
El lavado del cuerpo, un rito de asepsia que la solemnidad sintoísta avalaba como preparación para la inevitable extinción de los cuerpos-Japón ha sido tradicionalmente un país de guerra- ayudaba a cuadrar las cuentas a las posibles víctimas de la carnicería institucionalizada. Antes de las batallas, samuráis y señores compartían las aguas termales donde hermosas maiko, aprendices de geisha, los atendían con delicados modales, servían el té, tocaban el shamisen, instrumento de cuerda, bailaban y charlaban con sus estimables invitados.
Cuando el licor y la risa aligeraban el ambiente, los guías espirituales del feudo contaban a los ilustres líderes de la tropa historias que relataban hazañas de dioses y sus virtuosos lacayos, de demonios y sus fechorías, de bondadosos engendros sobrenaturales que se la pasaban haciéndole travesuras a los habitantes de los pueblos más remotos y hasta de las venganzas que los espíritus del bosque aplicaban sobre la gente deshonesta.
La borrachera soporífera de amos y guerreros era cortada de plano por relatos sobre los kodamas, entidades sin sustancia definida que ocupaban el interior de los árboles ya que guardaban la integridad de sus gigantescos benefactores. Si algún irresponsable osaba desgarrar las cortezas sólo por hacer el daño, si talaba inoficiosamente alguno, estos seres verdes de baja estatura se vengaban de manera implacable. Era normal encontrar cuerpos llenos de quemaduras que aparecían lejos de las cabezas arrancadas que alguna vez los guiaron, o toparse con extremidades que decoraban los sotos en primavera como advertencia a posibles agresores.
Miyamoto Musashi, legendario guerrero del Japón feudal, sentía aversión por estas criaturas. Alegaba tenerles más miedo a los kodamas que a Gonnosuke Katsuyoshi, su diestro rival, tal vez porque a un ser vivo en este plano sabía cómo enfrentarlo, sus espadas de madera que nunca necesitaron filo ya que eran letales con sólo empuñarlas, le bastaban en una faena contra monigotes de carne y hueso, pero aquellos espectros asociados con los secretos de la naturaleza atacaban de improviso, se dejaban ver cuando querían, decapitaban por capricho.
Turbación, goce, expiación, gloria; eran esas las emociones principales en las cuales cientos de generaciones se desenvolvieron antes de afrontar las batallas que le dieron forma al Japón actual. Limpiarse era empezar a mejorar, curarse, prepararse para lo ineludible. Siendo niños que apenas balbuceaban, millones de hombres y mujeres fueron educados para creer en la inmortalidad de sus almas a través de la transmutación, en la moralidad de las guerras y la infalibilidad de sus cabecillas. Mientras en el continente que Colón se jactó de descubrir unas catervas de rufianes destruían las bases de civilizaciones antiquísimas por física codicia, en la tierra donde todo nace por primera vez y no es viejo, la desaparición física era un elemento de construcción, no individual sino del sentido nacional.
A horas de la confrontación, tras la limpieza y sus liturgias, venían otros ritos igual de nobles para los valerosos militares: vestir la armadura, liar las espadas al dorso, la purificación del campo de batalla con puñados de sal, la comunión entre compañeros, carga sobre el clan enemigo, lucha fiera, respetuosa y sin escrúpulos, matar y morir como hilos conductores de la energía primaria que gobierna el mundo… Y luego el silencio.
En un tiempo complejo plagado de pugnas, ambiciones y hasta contrasentidos, los hombres de palabra dominaban el escenario; pero algunos que no actuaron de la misma forma también tuvieron oportunidades de hacerse con el poder eliminando a los jefes que odiaron en silencio mientras les juraron lealtad de viva voz. Oda Nobunaga, quien se autodenominó “rey demonio del sexto cielo,” aludiendo que era la reencarnación de un dios de la teología budista (kami), destacado daimyō (señor feudal) quien desde la muerte de su padre luchó por el control de la tierra y hasta asesino a uno de sus hermanos por quererlo traicionar, fue el gran unificador de las bandas anárquicas que se destrozaban por falta de claridad en el mando. Era implacable, pero justo, según cuentan las crónicas de esas épocas.
Después de cientos de campañas destinadas a unificar el archipiélago para arraigar de manera definitiva el poder del emperador y el suyo por añadidura, la codicia se apoderó de su hombre de confianza. El samurái y general de sus ejércitos, Akechi Mitsuhide, ejecutó un golpe de estado mientras el amo se encontraba descansando en un poblado llamado Honnō-ji, y todos los daimyō y la tropa leal esparcidos por el país en tareas de conquista.
El renegado argumentó razones de honor para cometer su fechoría; según él, al no respetar Nobunaga un acuerdo de paz con el clan Hatano, por venganza, los forajidos asesinaron a su madre. Los narradores en cambio, aseguraron que se alió con la corte imperial para atajar las ambiciones del “rey demonio del sexto cielo.” Como premio a su perfidia el “soberano celestial” lo nombró testaferro y amo de lo que poseyó el noble Oda.
Tras capturar a su jefe, lo obligó a cometer seppuku (suicidio ritual) y se apropió de todo. Leyendas recuerdan que, tras purificarse con agua tibia y hojas de menta traídas desde China, Nobunaga prometió que los espíritus del bosque, de los cuales creía ser uno, resarcirían su honor y estatus. Y así pasó: mientras el samurái traidor se encontraba de expedición en el bosque, su garganta fue perforada por una lanza de bambú que un aldeano lanzó cuando confundió a Mitsuhide con una presa. La guardia intentó atrapar al cazador, “que dotado de velocidad impresionante,” según los persecutores, se metió dentro de un tronco y no se volvió a saber nada de él.
Mitos, rituales, expresiones en las que la limpieza otorga equilibrio a las fuerzas que rigen la existencia. Esencia, organismo, pulsiones biológicas, utopía. Todo tan fuerte en apariencia, pero con una contextura gaseosa que parece no limitarse al extremo banal de la carnalidad. Los ímpetus deben reposarse para lograr tocar la creación y sus rudas ceremonias. Muerte y vida son equilibrio, sanar es el remedio para disfrutar ese impulso eléctrico del cosmos al que comúnmente conocemos como existencia. Vale la pena exorcizar el fulgor que sólo el miedo es capaz de clavarnos en el pecho. Ritualizar la limpieza es darle descanso a la simple superstición.
AUTOR: FLORENTINO BORRÁS (COLOMBIA)
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Florentino Borrás: Charalá, Santander. 1956. Al igual que sus antepasados, Florentino cree en la libertad, en que los derechos no se piden sino que se reclaman, y su accionar es fiel a esa manera de pensar. Poeta con amplio trasegar que ha publicado tres libros: El origen del comunero (1986), Señora Berenice: amor sin narcisismo (1996) y Rumores de campesinos (2017). No cree en la propiedad y su frase fundamental es: «si le gusta, llévelo», cuando alguien le pide recitar un verso.