El hombre agoniza desnudo sobre la cama. La vida se le escapa con cada respiración dificultosa, en cada mirada que busca una explicación que aquella niña sentada a su lado parece negarle por placer. En menos de diez minutos, cuarenta y nueve años se consumen y la única testigo de la tragedia parece complacerse viéndolo cruzar por el valle del tormento mientras con sus dedos estira y arruga una tarjeta de cumpleaños de colores chillones.
La ropa desperdigada por la habitación cuenta una historia que ya poco interesa. Pudo ser una operación de comercio sexual que se salió de control, un intento de violación de un padrastro sin escrúpulos, hasta un pacto suicida de amor en el que el arrepentimiento de la muchachita desencadenó la escena que ahora describo. El silencio que calcina la habitación, especulo, es la consecuencia de una maraña de eventos que tuvieron el capricho de cruzarse y generar un desenlace con matices trágicos. Nunca sabremos qué pasó, ella calla; sólo el atisbo de una sonrisita implacable nos puede llevar a sacar conjeturas que no se podrán comprobar.
El hombre emite un leve quejido y muere al fin. La música que vomita la radio que ella enciende despreocupada toma el lugar que ha dejado disponible la agonía. La niña recoge su ropa del piso y comienza a vestirse sin siquiera mirar el cadáver. Es menuda, trigueña, adolescente; sus ojos son inmensos espejos forrados por una película acuosa que no permite que la tristeza resentida que pugna por salir logre su cometido. Sus senos pequeños, más claros que el resto de la piel, de pezones morados, infantiles, se marcan asimétricos en el tejido de la camiseta como prueba fehaciente de que en ellos los cambios propiciados por las hormonas están llegando al final.
Sus manos arañan el bolsillo trasero del pantalón del amante, quien tuvo la precaución de dejarlo sobre el brazo izquierdo de la silla para que no se arrugara. Los dedos cenicientos, escuálidos, escarban ansiosos, atrapan cuatro billetes de cincuenta mil pesos que el pobre diablo debió sudar para ganar y ahora alimentan la codicia de un espíritu cristalizado por las circunstancias. Un tierno buitre libera de cargas materiales a un bulto que lleva varios minutos volviéndose carroña.
Saca de la cartera un lápiz de ojos casi agotado -pasta negra mordisqueada, gelatinosa- y se dibuja varias líneas que tornan vivaces los contornos de los párpados. Realiza la misma operación de arreglo en labios, mejillas, en la piel que presenta discretas marcas de acné. El rostro, hermoso como las pesadillas en las que terminamos ahogados entre flores rojas, parece labrado en mármol, una copia al carbón del de Parvati, la diosa del hinduismo asesina de demonios.
Inmersa en su papel de madre asignada al azar, cuida el pudor del difunto. Cuando acaba de recoger sus pertenencias y se alista para salir, se acerca a la cama, pellizca un extremo de la sábana y le cubre las nalgas que empiezan a presentar un tono violáceo. Lanza una última mirada de cautela; la función termina para ella. Se percata de un olvido intolerable antes de abandonar la habitación: va hasta el ropero y saca de uno de los cajones un diminuto frasco verde que esconde hábil entre la pretina de sus jeans. Cierra la puerta con cuidado, hace el ruido necesario para escapar. El eco de sus pasos toma posesión por breves instantes del corredor que ilumina de mala forma una titilante bombilla de 60 w. La figura de la niña desaparece cuando desciende el segundo peldaño de la escalera. Confirma su inexistencia el silencio criminal que rodea los instantes similares a fotografías que inmortalizan lo que está condenado a ser millares de teorías y ninguna certeza, por más vueltas que se le den a las evidencias. Ya es pasado aquella niña que, sin quererlo, no guardó en su cartera rosada la tarjeta de cumpleaños sin firma o destinatario y cuyo texto resume augurios de larga vida, bienaventuranza y prosperidad ilimitada.
AUTOR: MARIO DIAZ (COLOMBIA)
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Escritor y Poeta Colombiano