El Silencio De Un Pueblo

El viejo autor evocaba su infancia en cada una de sus conferencias. Sus primeras obras literarias que hablaban sobre la vida en el campo, los olivos cargados de olivas a la espera de ser recolectados; los aperos de labranza y hierro forjado; las lluvias y el tiempo, pero en realidad, explicaba su propia infancia rodeada de mujeres lavando en el río, tejedoras a la sombra y de labriegos sembrando y arando la tierra para después recoger la cosecha; si la madre naturaleza lo permitía. Explicaba sus recuerdos con emoción:

“Las mujeres se cobijaban debajo del techado del porche tejiendo al amparo del sofocante calor, remendando y cosiendo. Cuando caía el anochecer la plaza del pueblo se llenaba de gente charlando tranquilamente, mientras los esposos fumaban su pitillo y jugaban su partida de cartas en la taberna, junto a la fuente los niños correteaban jugando al pillapilla”

Añoraba aquellos días y el sosiego del pueblo. Las grandes urbes, decía: son un enorme altavoz del claxon de los coches, botellones, peleas, tráfico y la música de los que tampoco respetan el sueño de los demás.

Por ese motivo no dejó el pueblo. Sin embargo, se sentía muy triste porque a penas quedaban una docena de habitantes y estaba convencido de que cuando a todos les llegará la hora de dejar este mundo; el pueblo morirá con ellos. Las conferencias suponían para él, una manera más cercana de intentar concienciar a los jóvenes. 

—No podemos dejar que se pierda la España pueblerina, la recogida, los olivos y cultivos; donde el aroma del café es intenso. El olor de la madera en el fuego de las chimeneas es acogedor, y en el pueblo se respira un aire limpio sin contaminación. Un lugar en el qué por las noches solo se oye de vez en cuando el silbato del sereno y el ladrar del perro que lo acompaña. Soy testigo inexorable de las noches y su silencio,

Concluyó, no sin antes lanzar una mirada de soslayo a los oyentes. Se preguntó si eran conscientes de la importancia de todo lo que expresaba. Si no, sería demasiado tarde.

Tras la conferencia, regresó de nuevo a su amado y tranquilo pueblo: «El Saladillo». Cuando era un adolescente siempre se preguntó el porqué del nombre, puesto que allí no había salinas. Más tarde los más ancianos le comentaron que se le puso el nombre de un forastero que después de la guerra se instaló en el pueblo. Un hombre solitario, pero de gran corazón que reconstruyó casas, la escuela derribada durante la guerra civil, y la iglesia quemada por los republicanos.

Su nombre era Juan Salado Gómez, y por lo avispado y nervioso que era trabajando, a alguien se le ocurrió ponerle el mote de «El Saladillo» y cuando falleció de neumonía, los ediles decidieron por unanimidad, cambiar el nombre del pueblo “La Parca” por el de “El Saladillo”.

Germán, nunca se planteó marcharse, por añoranza al olivar de sus padres. Ellos recogían la delicada cosecha y fabricaban aceite para toda la comarca. ¡Y qué aceite! Con ese punto que a él le gustaba; puro del primer prensado, y con la acidez justa. Su intenso aroma y su excelente sabor hacían las delicias de sus tostadas en el desayuno.

Juan, —el saladillo— fue un hombre bueno con todos que invirtió su dinero en crear su lugar de descanso lo más hermoso posible, ya que tras la guerra el pueblo estaba con más de la mitad de las casas derruidas. Construyó una preciosa fuente en la plaza del pueblo, y cuando se enteraba de que algún vecino estaba enfermo llamaba al médico y corría con los gastos. Juan no merecía haber muerto tan joven, pues al morir contaba con apenas 58 años.

Germán, el conferenciante era famoso por sus publicaciones, y su famoso libro «El olivo» que llegó a editarse hasta en 10° ediciones y traducirse en varios idiomas. Pero él se negaba a dejar su pueblo natal. Cada vez que paseaba por los olivares le embarga la sensación de poder oír sus voces de tristeza; su llanto de soledad. Nadie recogía la cosecha, las olivas se caían a causa del viento y nadie fabricaba el aceite tan bueno que lograba su padre. Siempre fue un hombre de letras y una decepción para el patriarca que deseaba que siguiera con la empresa familiar. Él, no servía para eso. Ahora; daría lo que fuera por volver atrás en el tiempo y decirle que sí. Era el lugar donde nació, se crio, y en el que se encontraba muy a gusto.

Cansado, y tras comerse un trozo de pan con aceite de oliva, un poco de queso, y una copa de vino tinto, se tomó después un café, y se recostó sobre la cama.

Desde la bóveda de su habitación, podía ver las estrellas. Pensó en lo hermoso que se veía el cielo de noche y como la luna resplandecía. Escuchó el apreciado silencio que reinaba en el pueblo, y poco a poco sin pretenderlo, se quedó dormido bajo la luz de las estrellas que penetraban desde el cielo.

AUTORA: NURIA DE ESPINOSA (BARCELONA – ESPAÑA)
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