La Muchacha De La Gabardina Roja

NOTA: Lectura NO RECOMENDADA para MENORES DE 18 AÑOS

“Canto para ella sabiendo que quizás
haya sido un espejismo,
una frazada contra el frio de las siete,
unos ojos, unos ojos, unos ojos”.
Odette Alonso Yodu

Desde aquella mañana, hace algunos meses, como un animal de costumbres, salgo a las 7:10 a coger la local que cubre el tramo de “La Rubia” hasta “El Casino”.

Fue en esa ruta donde la vi a ella por primera vez. Jamás me atreví a preguntarle el nombre, así que con los días comencé a bautizarla como: “la muchacha de la gabardina roja”.

Creo que se sentía tan sola como yo o buscábamos lo mismo, porque cuando rocé al descuido su cuerpo en el intento de encontrar un hueco entre los pasajeros, ella sonrió.

“Deben ser ideas mías”, pensé de inmediato, pero a la mañana siguiente se repitió el mismo ritual, solo que esta vez, ella sujetó mi brazo al acercarme a su espalda y se quedó aferrada a él, apretándolo más fuerte de vez en cuando, hasta que terminó el viaje.

Me fui a la casa pensando en el calor de sus manos y la esperé al día siguiente en la parada, pero no fue. Tampoco el domingo. Comprendí que los fines de semana tendría que vivir sin el perfume que dejaban sus cabellos cuando los movía con toda intención delante de mí.

El lunes subí a la guagua antes que ella y me quedé arrinconado en una esquina, fingiendo que no la miraba. De soslayo pude ver que sonreía mientras se acercaba a mí y pegó sus pechos a mi espalda. Por la dureza de sus pezones comprendí que no llevaba sostén y pude imaginarlos intentando romper la blusa. Eran deliciosos sus pezones, podía sentirlos en mi boca, entre mis manos, con tan solo cerrar los ojos. El bulto debajo de mi pantalón amenazó con delatarme y me volteé, justo en el instante que llegábamos a su parada. Bajó dando pequeños salticos, como una niña después de hacer alguna travesura y me dijo adiós desde la acera.

Con los días nos fuimos atreviendo a más, cada vez importaban menos los otros pasajeros. Con las manos metidas dentro de los bolsillos agujereados del pantalón, pegaba mi miembro a sus nalgas redondas y me la acariciaba con disimulo, mientras ella ladeaba el rostro para que yo viera como se mordía el labio inferior. Hizo un quejido al voltearse hacia mí, pegando su boca en mi oído para simular un orgasmo, muy bajito. Tuve que concentrarme para ocultar los espasmos y derramé sobre mi mano oculta todas las ganas. Casi suelta una carcajada, porque hasta ella llegaba el olor que brotaba de mis pantalones.

Dos días después subió a la local con un vestidito corto que acababa justo en la vuelta baja de sus nalgas. El escote era pronunciado y ancho, llegaba casi al inicio del estómago, dejando ver perfectamente la voluptuosidad de sus senos grandes, parecía que de un momento a otro sus pezones saltarían la frágil frontera que los apartaban del aire libre. La abertura trasera era aún más provocativa, caía al final de la espalda, justo donde nacía la línea de las nalgas. Por primera vez no llevaba puesta su gabardina roja y comprendí que lo hacía para que pudiera tocarla, y lo hice. Sin siquiera levantar la vista para ver si algún pasajero nos miraba, comencé a deslizar mi índice desde el nacimiento del pelo en la nuca hacia abajo, topando la abertura trasera del vestido, metí toda la mano para llegar a su sexo, libre de lencería, depilado, húmedo y comencé a jugar con él, a veces suave, otras más lento, mientras le suspiraba en el cuello y rozaba con mis labios su piel ya erizada. Miré de reojo a nuestro alrededor, pero nadie se molestaba en mirarnos, apretujados contra la esquina al final de la guagua. Sentí primero el líquido tibio mojando mis dedos, luego el aroma al sacar mi mano de su vestido.

“Chúpalos”, ordenó estremecida y cumplí su cometido de inmediato, saboreando todos mis dedos casi al mismo tiempo, recorriéndolos con la lengua, para recuperar cada gota de su fluido. Era dulce.

Sus ojos tenían un brillo extraño cuando se volteó para mirarme, olfateó con delicadeza mi cara, la boca y pasó la punta de su lengua por mis labios, sin llegar a besarme. Luego se bajó en el lugar de siempre sin decir adiós.

De haber sabido que sería la última vez que vería a la muchacha de la gabardina roja, me hubiese quedado más tiempo curioseando entre sus muslos, pegado a su cuello, acariciando la línea larga de su espalda.

Pero aquí estoy, abordando a las 7:10 de la mañana la local que cubre el tramo de “La Rubia” hasta “El Casino”, como un animal de costumbres.

AUTORA – YURAIMA TRUJILLO CONCEPCIÓN (CUBA)
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