Sábado 6 de enero de 2024. Bogotá, parece no serlo: sol canicular, gente sonriendo, pieles expuestas que se rostizan a fuego lento, mejillas sonrosadas, olor a bloqueador y excrecencias poco tratadas con limón o leche de magnesia. El sistema masivo de transporte, el demoniaco y decimonónico Transmilenio, en versión paraíso terrenal, sin raperos o vendedores encolerizados porque los pasajeros que tienen la “buena suerte” de cruzárselos, no tienen la “gentileza” de responderles el saludo prefabricado que a gritos escupen a la cara. En esta ciudad de la furia muy pocos tienen “una bonita educación,” dicen los hermanos “extranjeros” cuando nos cuentan sus cuitas extremas y trilladas hasta el tedio.
Calles vacías, menos decibeles en el ambiente. Se reprodujo el éxodo bíblico hace un par de días; la gran tribu de inmigrantes internos regresa a sus tierras prometidas, revierten la diáspora, aunque sin masacrar palestinos por deporte como lo hacen hoy los hijos de Abraham. La gran masa capitalina, sin importar estratos o los mercados de capitales utilizados para lograr el apalancamiento vacacional, se encuentra atormentando con sus estupideces de turistas depredadores, a las provincias de este país consagrado a santos sangrantes y vendedores de mentiras y vírgenes que no pueden con tanta petición de milagros banales de un pueblo vago, chillón y previsible.
Gracias a Ponus, dios griego del trabajo duro, debí jornalear esta temporada de asueto colectivo; aunque este sábado que relato, ante la baja afluencia de lectores, estaba libre para hacer pereza, procrastinar e invertir el tiempo en no hacer nada. Fui feliz un instante, dos segundos para ser exacto, porque un par de condiciones otorgadas por la biología y el amor, mis dos pequeños chimpayates de 4 y 7 años, me indicaron que algo había que hacer, aparte de ver tele, verlos pelear por ver tele, verlos comer tomates en cantidades industriales mientras se intoxicaban con tele infantil y luchaban por seguir viendo tele; así que le dije a mi compañera de luchas que buscáramos un plan para salir en familia.
Decidimos ir al centro a caminar. El “septimazo,” ese paseo lineal que institucionalizaron los habitantes de la ciudad a comienzos del siglo XX, que afrontaban vestidos de traje negro, lúgubres, cultos y ladinos, como los describió García Márquez, tomando el camino real (hoy carrera séptima) desde las goteras de la ciudad (calle 26) hasta la plaza de Bolívar, fue nuestro plan elegido.
Travesía cruzando la ciudad. La Candelaria y sus contrastes, miedo y sentido de aventura. La idea: jugar a ser guerreros que encuentran tesoros donde sus referentes inventaban monstruos. Los niños, desde el principio, quedaron maravillados con los artistas callejeros que ofrecían desde imitaciones de Michael Jackson encaramados en un andamio diminuto, hasta robots de cartón y creatividad a toda prueba, que copiaban con dificultad a los famosos Transformers. Obvio, pasamos por las ventas de burbujeros, las revistas para colorear de paw patrol y las llamas -esos camélidos felices por escupir a diestra y siniestra- que prestan sus lomos para hacer fotos un tanto excéntricas que los intelectuales de tres pesos catalogan como arte kisch y los adolescentes quieren hacer desaparecer cuando sus novias o amigos de colegió preguntan: ¿quién es el cabezón subido en ese animalejo?
Por doquier pululan chasas donde las marchantas venden cigarrillos, chicles, galletas reblandecidas por el sol, maní casero, bazuco, potenciadores, ropa interior vieja y toda suerte de baratijas. Calor en aumento, color local, muy local; gringos con pintas apropiadas para Santa Marta o Girardot, blandiendo inocentes sus cámaras con teleobjetivos que termina por encandilar a las “ratas” y que son más apropiadas para fotografiar elefantes que cacos en potencia.
Los cerros orientales visibles desde cualquier lugar, los emprendedores de los telescopios apuntando con alegría hacia Monserrate y Guadalupe, “hoy el negocio será redondo,” dicen sus sonrisas. Dos hermosos lugares de la ciudad están libres de los bancos de niebla cotidianos.
Los niños felices de caminar y ver personas que en su cotidianidad difícilmente se cruzarán: hombres estatuas, artesanos, rubiecitos que hablan en lenguas extrañas, habitantes de calle, saltimbanquis. Yo buscando, encontrando para mi felicidad el conocidísimo Café Pasaje, (Cra. 6a #14-25) un lugar cargado de misticismo e historia bogotana y nacional que tuvo entre sus clientes a destacados intelectuales, empresarios en ciernes, hasta una cofradía de nostálgicos cachacos envenenados por el fútbol inglés, que al querer replicarlo en esta sabana andina negada para la alegría, gestaron el proyecto del ¡Santafecitolindo!, el Expreso Rojo, El Club Independiente Santa Fe, “el equipo del pueblo de papá,” como diría Casale. Ubicado en la plazoleta del Rosario, a espaldas del viejo edificio del diario El Tiempo, sobrevive a la modernidad que otros cafés, como El Automático no pudieron doblegar. Mucha historia de lo que me gusta guardada en un local que para la cultura de esta ciudad es un templo. Yo emocionado y nostálgico; mi compañera y mis hijos preguntándome con sus enormes ojos: ¿podemos seguir? Así se acaba con los misterios y las idolatrías.
El sol es inclemente. De ser placentero pasa a agobiar. Decidimos entrar al Museo Botero (Cl. 11 # 4-41). La idea es que Emilia, incipiente artista plástica, según la imparcial opinión de papá, observe las obras de pintor antioqueño y de otros artistas que donó al Banco de la República en el año 2000. Pese a ser temporada de vacaciones, el museo está a reventar. De verdad, se siente orgullo al ver cómo los visitantes dan valor a la colección que alberga la antigua Casa de la Moneda. Es como un faro de esperanza en medio de este pantano en el que han convertido los políticos y sus asesinos a sueldo a esta Colombia que aún tiene motivos para no dejarse morir sin pelear.
Los mejores están allí: Ernst, Picasso, Pissarro, Matisse, Renoir, Toulouse-Lautrec y otras decenas de obras de artistas de postín que el buen Botero, coleccionó. Como es obvio, también hay obras de su autoría. Es el nirvana para quienes apreciamos el arte pictórico como expresión de la creación, sin argumentos técnicos o pretenciosas intenciones de experto. Al inicio, Emilia, se veía encantada; con el paso de los minutos ella y Gabriel, terminaron aburridos y lo manifestaron. El museo tiene actividades implementadas para niños, pero por las festividades de final e inicio del año, las mismas no se realizaron ese día. Perdí.
Les pido casi de rodillas, que hagamos un último recorrido, muy breve por unas de las salas del primer piso, costado occidental de la casa y nos encontramos con las obras emblemáticas del antioqueño. Fascinado, tomo fotos como endemoniado. La vista de Emilia se clava en una de las pinturas: Bananos, elaborada en 1992 por el Maestro. Y no es coincidencia, ella ha estado pintando y recortando bananos de su cuaderno de dibujos. “Es un llamado de tu destino… Tal vez algún día seas como Botero”, digo esperanzado. Quiero que se convierta en una artista plástica feliz, ingenieros y matemáticos aburridos hay un montón; pero como los sueños son de los individuos y no de los padres, por bien intencionados que sean, me contesta con esa indolencia y sinceridad que solo los niños tienen: “Yo lo que quiero es ser chef, de pronto veterinaria… El dibujo es mi pasatiempo.” Y remató el comentario con una mirada dura y hasta envalentonada. Recogí del piso los trozos en los que quedó convertido mi corazón de pintor frustrado, de esos que al querer dibujar una guitarra eléctrica terminamos haciendo una pala, y le riposté con toda la humildad que me he permitido en mucho tiempo: ¨Lo que quieras, quiero, hija ❤.
Decidimos almorzar cerca a nuestra casa, así fuera después de las 4 de la tarde. El centro es bello, aunque está descuidado, lleno de basura, de viciosos nacionales y foráneos. No es un lugar para familias incipientes un poco chapadas a la antigua y menos cuando el licor está mandando la parada como paliativo contra el calor extremo que se vive.
Caminamos hacia la Avenida Jiménez con séptima. El carruaje del pueblo, rojo, contundente, anárquico en sus maneras, nos espera para retornar al fuerte. En el último trayecto, antes de entrar a la estación Museo del Oro, llegando a la intersección de la carrera séptima con Jiménez, frente al punto donde Jorge Eliecer Gaitán, el caudillo, “el negro”, cayó herido de muerte setenta y cinco años y nueve meses antes, llama mi atención una patota de jóvenes rubios, rosados, ojizarcos; alemanes o austriacos delatados por lo cortante de su jerga, que le manifiestan a un vendedor de dulces, a grito entero, mil muecas y en un español precario, aunque suficiente, los encantos psicotrópicos de Bogotá, los lascivos de Medellín y los psicotrópicos y lascivos de Cartagena. “¡Acá vovierriemonos!” Dice el más sonriente.
Y sí, una vez en el bus que cubre la ruta B74, viendo como mis “retoños,” coqueteaban con el sueño, aseguré lo mismo que aquellos díscolos sajones vociferaron: “¡Acá vovierriemonos!” El centro de Bogotá tiene una magia difícil de encontrar en otros lugares de Colombia. Sus calles tienen la energía de los indígenas, la pujanza de los inmigrantes, el pundonor guerrero del colombiano que viene de todas partes. Todos peleando sueños, haciendo poemas con palabras y obras, perseguidores de quimeras siendo testigos de cómo un puñado de dirigentes actuales, pasados y por venir, pese a sus deseos de destrozar un sueño colectivo, no pasarán, porque siempre tendremos motivos para crear, para acompañar a una mujer amada, a unos hijos a quienes diré con humildad y lealtad a prueba de balas: ¨Lo que quieras, ¡quiero! ❤.
AUTOR: JAVIER BARRERA LUGO (COLOMBIA)
ENERO 11 DE 2024
© DERECHOS RESERVADOS AUTOR (A)
Javier Barrera Lugo, nació en Bogotá (Colombia). Editor General de Escritores Rebeldes. Siempre buscando el final de la línea del horizonte que forma la mar océana. Escribidor de oficio y corazón, admirador de los cronistas de indias que describieron a través de letras la fantasmagoría de un continente, que hasta hoy, es un complejo enigma. Editor del blog Idiota Inútil, autor de cuentos, poesía, ensayo que defiende la autenticidad y el silencio.