Existen monstruos hermosos, unicornios caníbales que en una explosión de creatividad y lucidez artística, entregan al mundo la obra que conmueve a una generación. Lo hacen con una carga de grandeza a prueba de balas, con generosidad, si se quiere; pero, acto seguido, cuando todos asumen felicidad en el paraíso, hacen un desplante histórico a la comunidad que los nombró profetas, emiten reclamos obtusos y ruinosos como perversa costumbre de eliminar lo bueno por el inodoro.
Existen, también, hombres contaminados por el horror de su leyenda, una piedra gigantesca que ellos mismos uncieron a su pescuezo con una cadena de oropel para empujarla con el mayor de los dramatismos por los siglos de los siglos. Caminar con lastres parece ser su placer culposo.
En concepto de este escribidor humilde, mas no lacayo, Raúl Gómez Jattin (Cereté, 1945), es el mejor poeta que ha caminado, sobrevolado, buceado, esta patria filicida. Gracias a él, las temáticas líricas colombianas dejaron de ser una copia al carbón de los movimientos europeos, del surrealismo de André Breton, el existencialismo Sartreano, el tedioso romanticismo recitado con la misma procacidad entre el sofoco caribeño y la atarbana cicatería de las personas de la sierra andina.
Lo de Raúl, fue una explosión que revolucionó. Pateó el tablero y dispuso de nuevo las fichas atreviéndose a decirle por su nombre a las cosas, negándose a utilizar apodos o metáforas reforzadas y llenas de dulce toxicidad.
Habló acerca de homosexualidad, de tristeza masculina, de androginia, de peleas entre amantes por tener la potestad de penetrar; pero sobre todo, habló de la locura, de la enfermedad mental -esa amante que le lanzaba puñaladas, escupitajos-, aunque también, de la música y su veracidad, los colores de la ebriedad, las ventajas del amor, el patetismo del silencio diario que afrontan los anormales y quienes se consideran «sanos».
Sin atisbos de morbo, con una sinceridad brutal, Gómez Jattin, Jattin, a secas, como lo conocemos los colombianos que amamos las letras, nos mostró los hospitales en los que lo encerraron y los monstruos que lo “paladearon” y atendieron. En el poema «Locura y Muerte,» expone este punto así:
“En las clínicas mentales lo peor son las monjas
Más violentas que agujas hipodérmicas
que la fiebre y la locura
La monja es una energúmena quieta.
He recorrido hospitales mitigando la locura
Una locura que durante muchos años ayudó a mi
Imaginación en mi poesía pero
Que después se volvió amenazante
Y puso en peligro mi vida
Ahora – sin ella – escribo estos
Versos y no sé si he ganado o he perdido
No sé si tú – lector – notarás este cambio
Y lamentarás que mi verso
Se haya vuelto reposado y tranquilo
Ojalá que natura de mí se haya
Apiadado y no eches de menos
El fervor de otros días.
Otro rasgo de su personalidad como autor, fue el latido fundamental del amor – odio que le manifestaba a su madre y a su abuela libanesa como un perro rabioso y noble. No era misoginia, tampoco la expresión de un parricida en potencia; lo he percibido siempre como una forma intensa de querer, respondona, quejumbrosa; un sentimiento a través del cual excusaba sus salidas en falso; aunque en esencia era amor. Un Edipo «rabón,» buscando escapar de su bilis. A continuación dejo un extracto de su poema «Abuela Oriental»:
“A esa abuela ensoñada
Venida de Constantinopla
A esa mujer malvada
Que me esquilmaba el pan
A ese monstruo mitológico
Con un vientre crecido
Como una calabaza gigante
Yo la odié en niñez
Y sin embargo vuelve
En esta noche aciaga
Con algo de hermosura
Por algo se dice
Que con el tiempo uno perdona casi todo...»
A su mamá, Lola Jattin, también le escribió un poema con una mística desgarrante, hermosa hasta las lágrimas, con un sentido del amor que raya en lo edípico, aunque para ser precisos, los versos los fija en el firmamento, asumo, un Gómez Jattin niño, atado a las vicisitudes de un cuerpo que empieza a decaer, una carnalidad exhausta, fatalista, evocadora y, que, sin creerlo realmente, ve la extinción de la esencia como un mero acto de liberación.
A continuación, lo presento:
Más allá de la noche que titila en la infancia
Más allá incluso de mi primer recuerdo
Está Lola – mi madre – frente a un escaparate
Empolvándose el rostro y arreglándose el pelo
Tiene ya treinta años de ser hermosa y fuerte
Y está enamorada de Joaquín Pablo – mi viejo –
No sabe que en su vientre me oculto para cuando necesite
Su fuerte vida la fuerza de la mía
Más allá de estas lágrimas que corren en mi cara
De su dolor inmenso como una puñalada
Está Lola – la muerta – aún vibrante y viva
Sentada en un balcón mirando los luceros
Cuando la brisa de la ciénaga le desarregla
Y el pelo y ella se lo vuelve a peinar
Con algo de pereza y placer concertados
Más allá de este instante que pasó y que no vuelve
Estoy oculto yo en el fluir de un tiempo
Que me lleva muy lejos y que ahora presiento
Más allá de este verso que me mata en secreto
Está la vejez – la muerte – el tiempo incansable
Cuando los dos recuerdos: el de mi madre y el mío
Sean sólo un recuerdo solo: este verso.
Éxito, falacias, homenajes y silencios cuando se vislumbra su presencia. El poeta se hace incómodo en sus caprichos nimios, en el errar de su comportamiento errático, pero es una estrella y sus detractores saben que sus demonios, los vicios, harán el trabajo sucio que ellos no quieren asumir.
Raúl Gómez Jattin, muere embestido por un bus. Los testigos, en su momento, manifestaron que desde temprano en la mañana, venía “toreando” carros, cerca al monumento de la India Catalina, como si fuese una versión caribe de Sebastián Palomo Linares, o la más criolla de Jaime González “El Puno”. Cuentan que lo vieron dicharachero, altivo, como era siempre en su singularidad. Desafortunadamente para las letras de Colombia, la tranquilidad de su familia, la integridad de los anuncios de días mejores, el ilustre príncipe de Cereté, quien en el fondo quiso sentirse el “Constantino Cavafis” de las sábanas Cordobesas, no pudo evadir el bus que lo mandó sin escalas a la inmortalidad de los poetas rebeldes, si no es en sí una redundancia esta expresión.
Paz en la tumba de ese gran juglar que aún recorre los pasillos de la ciudad amurallada de Cartagena, los patios plagados de olor mango desde donde se ve el Sinú, las salas de teatro vacías de esa Bogotá donde explotó como poeta y actor de teatro, como un fantasma enamorado por la eternidad de Isabel, la niña que no se quiso acordar de “cuando tenía los ojos dorados como pluma de pavo real” …
Paz en su tumba… Paz, admirado Gómez Jattin… Cuán difícil fue la ruta de Raúl, para llegar a ese punto donde todo se le volvió un silencio largo, porque su potente voz nos la dejó pegada en su obra y en los corazones de quienes lo consideramos un diosecito malogrado, un unicornio caníbal contagiado de genialidad.
AUTOR: MARIO DÍAZ B. (COLOMBIA)
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Escritor y Poeta Colombiano