En el trabajo soy el primero en llegar. Me pongo el uniforme, organizo mi espacio y me pongo manos a la obra. Me gusta el silencio quieto y estéril de la madrugada oscura que precede a la mañana iluminada. Pareciera que todo está dormido, ausente, lejano, menos yo. A la media hora llega la señorita S. Me saluda, yo la saludo y empieza con sus labores. Así pasamos las dos primeras horas, cada uno inmerso en su propia labor, ya que es en la mañana cuando más se debe hacer. Por último, llega la señora M. Ella tiene la costumbre de hablar mucho, porque le gusta, lo necesita y en la señorita S encontró a la mejor aliada para satisfacer ese gusto revestido en necesidad. Por mi parte, me resguardo en mis obligaciones.
Ya que no soy muy bueno con la palabra hablada, adopté un método que pensaba infalible para hacerle el quite a esas conversaciones que no son de mi interés, ni de mi conveniencia. Es con la llegada de la señora M, como si se tratara de una señal, cuando debo ponerme los audífonos. Aunque la música me alegra, me estimula, me entusiasma y en ocasiones me ayuda a concentrar, el exceso de la misma me cansa, aburre y fatiga. Aun así, me veo obligado a llevarlos puestos durante toda la jornada, ya que éstas mujeres tienen la asombrosa habilidad de hacer sus conversaciones inacabables. Me sorprende todo lo que hablan, no sé de dónde sacan tantos temas, teniendo en cuenta que llevan vidas aparentemente normales, monótonas y aburridas. No sería extraño pensar que detrás de esas impresiones de delicadeza, modestia, respeto y buen obrar se escondan creaturas dignas de cuentos de hadas… o de terror. Y ya que yo no me metí con las mujeres, las mujeres se metieron conmigo.
Me he ganado la antipatía y desprecio de mis compañeros, que ven en mis maneras un ser antipático, amargado, aburrido y creído. El hacer mi trabajo de la mejor manera posible me ha llevado a desarrollar enemistades que, en lo personal, no me interesan. Lo que realmente me saca de quicio es la exigencia casi moral que mis compañeros últimamente me han reprochado: mi mala cara. Yo no sé por qué confunden la seriedad con la amargura. Tal vez sí tenga un puño representado en mis gestos, pero esa no es mi intención. De igual forma, no puedo pretender ser una reina de belleza que anda sonriendo todo el día, pelando el diente como si hubiera razón para ello. Sonrisa que a fin de cuentas es fingida. No pretendo ser un hipócrita y mucho menos fingir una felicidad que es ajena a mi persona ¡NO SE PUEDE SER FELIZ TODO EL TIEMPO! Eso cansa, agota, aburre y, finalmente, fastidia.
A razón de tantas quejas, chismes y comentarios, terminé por pintarle una sonrisa a mi tapabocas, cosa que disgustó peor a mis compañeros. Todo por pretender disfrazar una verdad consecuente: Si me quedo callado, acentúo mi soledad.
En casa tampoco se está a gusto. Cada uno trata de imponer su interés: El uno habla de fútbol, el otro de política, otro de dinero, la otra del matrimonio. A mi nada de eso me interesa y ya que mi interés particular no lo comparte nadie con los que vivo, me quedo callado. Dicen de mí que soy amargado, antipático, asocial. Así que pretender ser auténtico y coherente con eso que soy es ser un antipático. No sé en dónde se les perdió la palabra diferente. No sé por qué no la usan o por qué no la entienden.
Al salir del trabajo, cuando dejo el silencio y la sobriedad tendida con mi uniforme de diario, o al salir de casa, con el sol dándome en la cabeza, los hombros y la espalda, oliendo los perfumes de los licores en los bares, escuchando las risas de las fiestas, es cuando siento toda la contundencia de la soledad. No es que la tema, la repudie, la evite o la esquive. Todo lo contrario, me gusta su forma de presentarse ante mí, pero me temo que estoy harto de su presencia. Creo necesario dejarla descansar un poco de mí, pero no tengo a nadie que me sirva de reemplazo. Necesito encontrar alguien a quien amar para que me enseñe a amar.
El peso de esa inconformidad se me echa encima, lo cual me asigna una imagen de jorobado cansado. Pegando la mirada contra el piso, o bien al cielo azul moteado de manchas grises y blancas, me pregunto qué ha pasado conmigo: No ha pasado nada.
A mi lado, pasa una mujer con el mismo olor de cansancio suelto y la sombra del desamor arrastrando tras de sí. De la misma forma, un hombre sucio, cansado y desamparado, busca en las sobras económicas de los transeúntes un consuelo para el almuerzo perdido de él y sus hijos. Todos alrededor arrastran o cargan con algo, difícilmente reconocible, porque me acostumbraron desde pequeño a ser el protagonista de mi propia historia. Alguien me había dicho que no se puede considerar una historia donde todos los personajes son protagonistas. Su argumento: sería una historia sin fin. Yo le dije: Sí se puede, la historia de la humanidad. Me recriminó que esa historia tenía un comienzo e, inevitablemente, tendría un fin. Yo le dije que el comienzo nos lo impusieron y el final lo estábamos tejiendo. El de la historia corta se puso colérico ante mi negativa de aceptar su propuesta, lanzando argumentos sin sentido que parecía una pataleta de borracho enfermizo.
De esa manera me quedó más claro que nunca que el hablar no es lo mío, mejor escribo…
AUTOR: JULIÁN RINCÓN RIVERA (COLOMBIA)
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Julián David Rincón Rivera, segundo de dos hijos, nacido en Bogotá, Colombia el 7 de abril de 1994. Profesional de Cultura Física, Deporte y Recreación.
Lector apasionado, escritor por elección, músico por diversión.
Cuenta con tres publicaciones antológicas con la editorial ITA, además de dos publicaciones en proceso, también de carácter antológico, con factor literario y la editorial mítico.
Con varias publicaciones en revistas de américa latina, encuentra en la escritura el mejor sustento para su vida.
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