Mini Crónicas de Navidad

CHRISTMAS E INFAMIAS

Las luces de la Navidad son tan infames que siendo los farolitos más esperados del año, encienden a la vez la máquina afligida del tiempo. Esos candiles emboban y lo alcahuetean casi todo. Veo estrellitas en los ojos de la gente cada que los abren para mirar lumbres y antorchas. En muchas salas, balcones y calles se toman en serio los resplandores y la Nochebuena, y no se detienen para celebrar, congregándose en torno de fogatas y candelas. Me bailan los ojos cuando estoy junto a velas y llamaradas, las avivo y salto sobre sus chispas. Eso sí, aprovecho racionalmente los recursos de la naturaleza para dejar las tristezas donde están. En tiempos de vida en el campo, en las celebraciones navideñas, íbamos de rancho en rancho divisando a lo lejos destellos y resplandores. La tarjeta de invitación era la luminosidad de las otras casas. Las velas y los faroles se encendían en el corredor que le daba la vuelta a toda la vivienda. En el potrero quemábamos restos de pastos y leña seca. La hoguera ardiendo era para ahuyentar malos espíritus y la disculpa para reunirnos a rezar las Novenas de Navidad. En torno de las llamas, tarareábamos villancicos, mientras en otros potreros se oía el estallido de las bengalas. La escasez actual de estas tradiciones obedece, entre otras conveniencias, a la moderna estructura urbanística del mundo. Los sabios justifican aquella escasez cultural alegando que están preocupados por preservar la integridad de nosotros. No es cierto del todo porque un chamizo ardiendo con responsabilidad, como se hacía antes, no rompe con la armonía del medio ambiente. Las buenas prácticas de Navidad deberían seguir reinando en nombre del romance innegable de los pueblos con el espejismo de las lumbres. Por lo menos, en tiempos de mi boñigudo y bello pueblo, la admiración por el fuego era asombrosa. En torno de candelas, se generaban abrazos y regalos. La legalidad no debería acabar con la tradición y la alegría. La inocencia, las tomateras, los arroyitos, los pesebres y los chispeos en el monte son los ingredientes perfectos para intentar el final de los putos males mentales. **

EL PODERIO DEL JO, JO, JO

Si no fuera porque la risa suave de Santa Claus, el mítico personaje navideño, me recuerda la carcajada hiriente de uno mis maestros de la escuela primaria, diría que la del Viejo Noel es una risa malvada. -Jo, jo, jo, la onomatopeya contagiosa de una expresión tradicional, pegajosa y ronca. Del viejo ese me decepcionan principalmente dos cosas. Que no es de Antioquia, mi tierra, y que no existe. Sí, eso me dijeron, que Santa Claus no existe. Esa noticia fue como una cachetada certera y demoledora porque yo soñaba, no solo con conocerlo en persona sino con estrechar su mano y que me pudiera deleitar oyendo cara a cara ese delirado jo, jo, jo. Los niños de pueblo, jamás nos imaginamos tal engaño. Queríamos trineos sin nieve y nos portábamos bien todo el tiempo para que la almohada no estuviera vacía en Navidad, y que fuera el propio señor Claus el que pusiera los regalos debajo del árbol. Pero, no era ni “Santa”, ni el señor Claus vestido de rojo y blanco, ni Papá Noel el que nos despertaba, sino mi madre o mi tía en camisón transparente. Ahí fue cuando empecé a sospechar cosas. Solo hasta cuando inauguré la adolescencia, siendo muchacho de campo, dejé de creer en mi Papá Noel. Me tranquilicé después cuando me explicaron, regalo en mano, que no me desinflara, que “Santa” era una tradición y una manera de representar las buenas acciones. La sonrisa de “ella” o de él, era lo que más retumbaba en mis oídos. Es de sonoridad bonita. Es la que necesitamos para incorporarla a frases tan envilecidas en mi tierra como Paz Total, entre tantas otras babosadas. Informado entonces que el poderío ronco del Jo, jo, jo no es de aquí sino foráneo, debe advertirse que nosotros tenemos un heroico y sufrido ja, ja, ja, que aunque destemplado, nos sirve para tomarnos el mejor café y tararear villancicos. Un enternecido y desnudo ja, ja, ja bien sonoro, podría hacernos morir de risa. Ese sería el ingrediente estrella para apaciguar el estrés postraumático del mundo. Así, las fotos de la vida podrían quedar lealmente sonrientes. Modelar alegre para un jo, jo, jo, no es la mejor cosa que hagamos, pero sería una buena oportunidad y una coartada para exterminar de las nuevas historias el sello de la mierda. **

MUÑECOS DE NIEVE MODO AGUAPANELA

Suponer muñecos de nieve estando en un lugar tan tropical como este donde la temperatura hace que borbotones de agua hagan fiestas garganta abajo, podría ser extravagante. Así es como algunos disparatamos en esta época. Las Navidades y el fin de año en estos barrancos calientes de Colombia podrían imaginarse con paseo por caminos adornados de pinos, árboles de estrellas doradas, trineos con renos a través de glaciares y nieves eternas. El caso es que lo que estoy pisando ahora es puro trópico. Ni nevadas, ni escarchas, ni carruajes con “Santa” arreando corceles. Lo que tengo en frente son ollas de culo ennegrecido rechinándome en la nariz y brasas encima de un fogón de leña, cuyas llamas se atrincheran cadenciosas por el aullar de la brisa. Al fondo en el horizonte dos montañitas se miran de frente presumiendo nieve, mientras sus crestas se coquetean. Más allá, en otras casas, titilan los bombillitos. Las chimeneas despiden humaredas que se elevan en remolinos y se dispersan coquetas entre los copos de los árboles. No veo muñecos de nieve. Dicen que son nórdicos, aunque desde la distancia hacen que aquí se les replique. Techos de pesebre pintados color hielo queriendo escribir cuentos de amor navideño. Los ojos de la gente de los glaciares, no se podrá encenizar con las chispas de mi fogón. Esta montaña recóndita enloquece oyendo villancicos en lengua montañera e inventa historias de café, caña y panela. Quién sabe, si como yo me desvelo con sus muñecos de nieve, los escandinavos también se desvelen con mis leyendas de “aguapanela”, arepas y buñuelos. Belén, donde nació el Niño, no hay sino uno, y al parecer está aquí en estas colinas calientes. Esto de los muñecos de nieve en los barrancos y picos alpinos de blancura inmaculada, son trastornos otoñales. Allá no tienen plátanos, ni café, ni aguacates. Somos los únicos que sabemos contra qué recodo y bajo la sombra de cuál árbol es que quedarán atrapados los corazones que pasen por aquí.

NATILLA, TRAMPA Y PECADO

La infaltable ingesta de los manjares aparece de nuevo tan insinuante y tramposa como el mismo diciembre. Otra vez la natilla tramando coartadas. Por cierto, equívocamente he creído conocer el origen de la natilla. Pensé que era colombiana. ¡Paila!, errado. No estaba ni tibio. -Ese manjar es antiguo, no sé dónde se lo inventaron, pero no nació aquí. Eso fue lo que me contestó don Tomás, un natillero experto, cuando le pregunté acerca de los orígenes del plato. Como mi interés no era solo saber sobre los comienzos de este pasaboca, no le averigüé más. ¿Pero por qué una simple mescolanza de maíz y panela gusta tanto, especialmente en la época Navideña? Antaño, recuerda don Tomás, era un lujo mandar natilla a familiares o vecinos. Sostiene que el proceso de la preparación original de este manjar es engorroso y exige hervir el grano, pilarlo y molerlo y que en algunas casas de campo, no faltan aún las bateas de madera repletas de natilla, casi hasta el borde. Emprender fiestas y preparativos de comidas extras el fin de año, parece exageración para algunos, dicen que no tiene sentido. Pero es que es casi la única época en la que se ven juntos parientes intercambiando abrazos, rodeando cuellos, apretándose las manos y derramando champán. Todo por ese complot que nos tiende un infeliz plato de natilla después de hacerle venias al aroma del maíz. La cuestión no es hacer prevalecer a cualquier precio una comida en la permanencia de las costumbres de diciembre sino darle sentido al valor que inspira un plato. La natilla nos tiende trampas, es un pecado porque corrompe lo virtuoso de las Navidades. Es un pecado porque nos engaña. Su olor es la disculpa para convocar e inventarse reuniones. Por su culpa, se encuentra la gente y fantasea con nudos en la garganta, como si esos inventos no los pudiéramos poner en práctica sin ella, sin la natilla. ¡Qué más da! El pecado de diciembre, es dulce y es empedernido, aunque sea tramposo. **

EL TAMAÑO DE LA PAILA

Durante todo este fascinador tiempo de fin de año no hago más que escribir sobre las mismas bobadas de siempre. Es la razón por la que he sido el hazmerreír de algunos de mis clandestinos lectores. Sé que son los de enfrente. Son como trece. Recordé entonces a los detractores de diciembre. No merecen esta tortura anual. Aunque los dos diciembres deberían convivir. El diciembre de nosotros los libertarios y el de los siniestros. Al fin de cuentas, los dos diciembres nacieron prácticamente a expensas de la desdicha humana para que esta no desfallezca. Que intente referirme a bobadas distintas, o que garabatee un parlamento diferente al de zagalillos o asnos de pesebre, no consuela a nadie. Desafortunadamente, lo primero que me sedujo para reanimarlos, fue el diablo. Ojalá y no se espanten con él, así como se espantan con el Niño Jesús naciendo. Theodor Seuss Gisel, escritor gringo, fue quien puso a circular en el lenguaje el término “grinch”, al que he hecho alusión en esta columna. Con ese vocablo lo que quiso Seuss, fue hacer referencia a los maldicientes de todo lo que tiene que ver con diciembres, Nochebuenas, o comidas a deshoras. Afrenta y todo, es inevitable que no me refiera a leviatán. Esencialmente, porque el demonio nos recuerda a muchos los juegos de niños. Justamente, era con el diablo con lo que nos amenazaban y nos asustaban al contravenir órdenes en casa. La penitencia de temporada, era generalmente, rezar las novenas de aguinaldos en familia. Muchos de los devotos éramos infantes y ya sabíamos afinar camándula. Nos ponían a vociferar villancicos para espantar el demonio del pesebre. Satanás, nos decían, si existía. Nunca lo vi. Lo vine a conocer hoy en TikTok, en Instagram y en las fotos de Facebook. Belcebú está en las horribles expresiones de la cara de la gente en la calle, en la fábrica y en las oficinas. Se fumigan las caras con perfumes y juran que se ven bien con cualquier trapo. Y no es porque yo mande a teñir mis camisas y mis calzoncillos cada tres meses, sino porque no pacto cosas diabólicas. Mirar la “paila mocha” por el rabillo del ojo, no es ser valeroso. La “Paila mocha” era muy grande, y así era como mi abuelo llamaba a los quintos infiernos. Hablando del alma piadosa de los pueblos y de Satanás, recordé a mi tía. Ella, a quien no le importaban ni la paila, ni el grinch, tentó varias veces al demonio enrostrándole una vieja sentencia: “lo peor del infierno no es la candela sino la compañía”. **

UN CRISTAL EL 30

Cada quien asume el concepto de diciembre como le venga en gana. Bien como basura, engaño o circo. Allá cada quien con su antidiciembre. Hay quienes nadamos en deleite porque amamos hasta tal punto un día como hoy 30 que son imparables nuestras intrépidas correrías decembrinas por horizontes de bendiciones, nostalgias y locuras. Ignorar tradiciones y legados con todo y sus sonrisas multicolores, podría ser lo más insolente cuando es la época que más congela distancias. No se ven en otro tiempo del año noches tan mágicas como estas. Época donde los apretones renacen y parte corazones. El afán atrayente de los recuerdos en toda su grandiosidad. Ensueños que aparecen y desaparecen y que quieren que todos estén. El parpadeo de lucecitas y bombillitos es imparable. Recuerdos que al fragor de abrazos y músicas encharcan mejillas. En los reencuentros se estiran los labios, se estallan las miradas y se palmotean espaldas. Fuego en el alma, miedos y afanes que se esfuman. Y de pronto un ¡flash!, una foto hoy 30, un número entero de ternura, amor sin fracciones, ni decimales. No quisiera fotos, pero esa me hizo tocar el cielo con las manos. En esa imagen, yo mirándolo a él y él destrozándome amarguras. Simplemente el amor inmortalizado en una estampita. Este día, este 30, para entender de nuevo que los tiempos en que toco lo verdaderamente bello son invencibles. Exceptuando los lloriqueos mimosos que puedan producir algunas emociones, no deberíamos llorar nunca por nada. Con tantas carcajadas que a diario comparto con él al juntamos para buscar cualquier rareza para reírnos, o para inventar estupideces para estallarnos de risa, sentí como deber el llamado de aquellas palabras que hace poco rescató de un sabio y que me leyó: “Prométeme no esconderte cuando sientas dolor. No es justo que riamos juntos y luego llores en soledad”. Ser entrañablemente sensible hace que hoy algún cristal jubiloso escurra por mi mejilla al escuchar de nuevo su voz. Asombrosamente, en esta mañana, aquí en esta cálida colina, siguen llegando aves cantoras para llenarlo de armonías y sonreírle. Feliz día, hijo.

¡PLOP, PLOP!

Es 31. Mis uvas para la media noche no serán doce sino 46. Cuarenta y seis eran los años que tenía mi padre cuando en la revolución mental envenenó su último vaso de vodka. Desde ese momento no volví a recibir sus amorosas postales. Ese hecho me encerró en tal mar de extravagancias que es fastidioso todo lo que añoro el ¡bang, bang! del 31. El cielo explota aquí y allá. Los voladores y las bengalas trepan por las nubes. Estas son las únicas horas del año en que se alargan tanto los abrazos. ¡Mua, mua, mua! Voladores rompiendo nubes en un ¡tran, tran! que termina por darle forma y sonoridad a un diciembre que ha alcanzado el frenesí. Saludos, reencuentros, globos, cosas y copas de bacardí. Gente que viene de lejos y gente que no viene aunque viva a la vuelta. El año se desvanece al son del ¡ding dong!, de lagrimeos y bengalas. ¡Feliz añooo! ¡Tic, tac!, ¡tic, tac! Largos minutos deseándole feliz año a la familia, a la gente del edificio o de la vereda. ¡Bla, bla, bla! Mientras unos bailan, otros tosen champán ¡Tolon, tolon! en el repicar de campanas. ¡Plop, plop! en el firmamento y lágrimas resbalando por los óvalos de las caras. El ¡rum, rum! de los autos transporta ilusiones de un año a otro y los brindis y ¡glu glues! calman engaños. Mi país es una chimba. Es la Colombia lírica, buena y maicera de mi madre. Aunque la de mi padre llegó hasta ahí al acabarlo todo emponzoñando su bebida. Que me haya dejado sin sus cartas, importa cinco, pero me dejó sin 31, y de paso acalló todos mis ¡bang, bang! internos. ¡Qué más da! Hoy no es 31, es 46 de diciembre. No volví a recibir sus postales pero adoro enviar globos de paseo por las nubes, no solo para que los pueblos los ovacionen con la boca abierta, sino para rastrear los días que faltan para otro abrazo y para otras cuarenta y seis uvas. ¡Plop, plop! ¡Feliz Año! **

AUTOR: JOSÉ LUIS RENDÓN (COLOMBIA)
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