Acabo de ver por tercera vez “La sociedad de la nieve” (J. A. Bayona, 2023). Una película no apta para cínicos, escépticos ni intrascendentes y que, por la misma razón, es esencial para estas personas. Quienes se sientan aludidos, tranquilos: si la ven, no se van a “curar” de golpe y porrazo, pero existe un pequeño riesgo de que se les inocule un ápice de valor profundo en la vida, compasión por la especie humana y hasta sed de ontología o, peor aún, de espiritualidad.
Está inspirada en el libro del mismo nombre que el periodista Pablo Vierci publicó en 2008 y que recoge las memorias de los sobrevivientes de la “Tragedia de Los Andes”. Vierci es amigo personal de varios de ellos desde la infancia. Por esa cercanía y cariño su libro tiene un enfoque que el director español Bayona replica en pantalla del modo más fidedigno; crudo, pero hermoso y sin caer ni en el morbo ni en el melodrama.
Lo que para algunos fue una desgracia y para otros un milagro ocurrió hace cincuenta y un años entre el 12 de octubre y el 22 de diciembre, cuando cuarenta pasajeros partieron de Uruguay hacia Chile en un avión de la Fuerza Aérea, pero por un error de cálculo de la tripulación se estrellaron contra un pico de la cordillera de Los Andes. A partir de entonces, lucharon por no dejarse devorar por la gelidez y la hambruna. El desafío lo superaron apenas dieciséis de ellos.
Desde el título se adivina el énfasis puesto en relación con la organización social: De qué modo un puñado de seres humanos establecen normas, división del trabajo y rutinas en medio de condiciones apocalípticas y en un intento por no morir.
También es inevitable hacer alusión al más famoso y polémico de los dilemas éticos que tuvieron que enfrentar: practicar o no practicar la antropofagia. En la cinta el asunto se muestra sin la menor carga de moralina. Los diálogos y discusiones al respecto van poniendo sobre la mesa la oscilación entre valores religiosos y pragmatismo. Paradójicamente, según la liturgia católica el cuerpo y la sangre de cristo debe ser comido y bebido para la salvación eterna. Sí, claro: de manera simbólica, pero es que esto último es lo que determina lo concreto real.
La película permite que cada quien elabore reflexiones profundas sobre éste y otros asuntos espinosos desde la prevalencia del sentido común por encima del dogma y la culpa. Por eso digo que no es apta para intrascendentes y, por ende, necesaria para ellos.
De igual modo, invita a soltar la noción de un Dios extra terrenal y en vez de ello, a centrarlo en la solidaridad humana. Quiero plantearlo en palabras de Arturo, uno de los jóvenes que intenta vivir. En algún punto le dice a otro compañero: ―Mi fé, disculpame Numa, no está en tu Dios, porque ese Dios me dice lo que tengo que hacer en mi casa, pero no me dice lo que tengo que hacer en la montaña. Lo que está pasando acá no se puede ver con los ojos de antes. Numa: este es mi cielo (señala la pared del avión) Y yo creo en otro Dios. Creo en el Dios que tiene Roberto en la cabeza cuando viene a curarme las heridas, en el Dios que tiene Nando en las piernas para salir a caminar sin condiciones. Creo en las manos de Daniel cuando corta la carne y Fito cuando la reparte sin decirnos a qué amigo perteneció y así podamos comerla sin tener que recordar su mirada. Yo creo en ese Dios. Creo en Roberto, en Nando, en Daniel, en Fito y en los amigos muertos―.
En síntesis, el filme que tiene actuaciones, fotografía, maquillaje, edición y arte impecables, me hace pensar en este proverbio Sioux: “La religión es para quienes tienen miedo de ir al infierno. La espiritualidad es para quienes ya hemos estado en él».

Paloma Bahamón Serrano (Bogotá, 1972) socióloga de la Universidad Nacional de Colombia, especialista en Derechos Humanos de la Esap, magíster en Semiótica de la Universidad Industrial de Santander y doctora en Estudios Sociales de la Universidad Externado de Colombia. He publicado tres libros: Aguafuerte, (2014-poesía, editorial Entreletras), Un día en el 76 (2019- novela, editorial Caligrama) y Mística Psicodélica (2023- poesía, ediciones Akera).